domingo, 21 de mayo de 2017

Precuela de Sangre Vikinga - Jens, los nuevos amos

Durante los casi tres años que fui esclavo del anciano Meyer pasé la mayor parte del tiempo trabajando la tierra. Pero desde que resolví un par de incidentes en el campo, requería mi presencia con bastante frecuencia en la casa. Llegó a preguntarme qué fui antes de ser esclavo. Le expliqué en qué consistía ser Jarl, omitiendo que mi padre era el Rey de Suecia.
En ocasiones, cuando tenía alguna reunión importante con algún comerciante, tanto fuera como en su casa, precisaba mis servicios como guardaespaldas. Pero una vez nos quedábamos solos, lo que quería era mi opinión respecto al acuerdo que se estaba negociando.
Poco a poco estaba consiguiendo mi objetivo: tener más libertad de movimiento para poder deambular dentro y fuera de la casa sin llamar la atención y escapar a mi hogar.
Pero los dioses tienen un sentido del humor muy peculiar y cuando vi cerca el momento, Meyer enfermó.
Su hijo mayor junto a su joven esposa, vinieron a atenderle. Más bien a comprobar cómo se consumía sin remedio, sin que ningún galeno pudiera hacer nada por él.
Meyer quiso escribir un testamento de últimas voluntades y tras dictarlo al escriba los testigos del acto lo firmaron. Yo no estuve presente pero mi amo me dijo que había dado la libertad a varios de sus esclavos, entre los que me encontraba yo. Hablamos sobre mis planes para volver a casa y me sorprendió defendiendo la postura de mi padre. Sólo le había contado que él había sido el causante de que nuestros enemigos atacaran y que no se había dignado a venir a ayudarme. Meyer, con la sabiduría de un hombre que se encuentra en el final de una vida plena, me pidió comprensión para con mi padre.
—En ocasiones, un padre tiene que comportarse como un hombre para que otros puedan ser padres aún a costa de perder a sus propios hijos. Todas nuestras decisiones tienen consecuencias. A veces para nosotros y otras para otros. Esas son las que más pesan —tosió y le alcancé un vaso de agua—. Ten por seguro que tu padre te recuerda y, conociéndote, te lleva en sus pensamientos todos los días. Te lo digo yo que como padre me he equivocado muchas veces por favorecer al duque que regenta estas tierras.
Enterraron a Meyer en suelo cristiano junto a la ermita. Los esclavos no tuvimos permiso para asistir, por supuesto, pero, todos permanecimos en silencio aquella tarde mostrando nuestro respeto hacia el que había sido nuestro amo y señor.
Al día siguiente Günter, el hijo de Meyer, nos reunió en el patio a siervos y esclavos para aclarar que ahora él era nuestro amo, que todo seguiría igual salvo por una diferencia: él era más estricto que su blando padre. De la liberación que me había dicho el difunto en su lecho de muerte nada se dijo. Preguntar sin permiso supondría darle una excusa a ese déspota para que nos azotara. Así que mi libertad y mis esperanzas se me escaparon entre los dedos cuando ya casi eran mías.
Pocos días después me llamó a su presencia. Pude comprobar cómo Wanda, su esposa, me sometía a un exhaustivo estudio con su mirada mientras mi nuevo amo me interrogaba en cuanto a mis conocimientos sobre los negocios de su padre. La mujer, aburrida por nuestra conversación, abandonó la estancia, pero no se fue lejos. Cuando mi amo me dio permiso para volver a mis tareas y salí de allí, me la encontré bloqueandome la puerta al exterior.
—Esclavo —dijo melosa. Bajé la mirada al suelo—. Necesito tu ayuda. Sígueme.
La actitud de aquella mujer me pareció sospechosa pero la sensualidad de sus movimientos, la elegancia de su porte y la belleza que sabía utilizar para hipnotizar a todos a su alrededor, no me dejaron pensar más. Al llegar a sus aposentos me pidió reubicar los baúles y arcones que había traído para instalarse.
Una vez hube acabado, me cuadré y bajé la mirada, consciente de que, durante todo rato que había estado trasteando, ella no me había quitado ojo de encima. Se acercó a mí con la seguridad de una gran señora. Con sus gráciles dedos tomó mi mentón y alzó mi rostro para que la mirara. En aquel momento fui consciente de que no había estado con ninguna mujer desde que me apresaron y mi cuerpo reaccionó a su cercanía con voluntad propia. Inspiré profundamente manteniendo la mirada de aquella leona que sonreía con candidez. Sus dedos acariciaron mis labios mientras yo permanecía inmóvil, no me atrevía a moverme por miedo a no poder controlar el impulso de arrancarle las ropas. Entonces se aproximó aún más a mí y poniéndose de puntillas me besó. Fue un casto beso que duró sólo un instante. Se quedó cerca de mí, con una mano en mi rostro y la otra en mi pecho donde se había apoyado. Seguí sin moverme pero le sostuve la mirada. Me estaba provocando.
Finálmente, dio un paso atrás y se giró de espaldas a mí.
—Puedes retirarte. —Tardé un momento en reaccionar pero desperté de mi ensueño y me dirigí a la puerta—. Espera. —Me paré y me volví aguardando órdenes, pero no bajé la mirada esta vez. Sus ojos reflejaban anhelo y su rostro era de súplica—. ¿Por qué no me has tocado? —preguntó acercándose a mí.
En mi cultura, era habitual que los esclavos y esclavas participaran en los juegos sexuales de sus amos pero sólo si eran invitados.
—Porque no me habéis dado permiso, mi señora. —Casi no reconocía mi voz de lo ronca y contenida que sonó. Ella se rió de mi respuesta tapando ligéramente sus cautivadores labios con sus dedos. Se acercó a mí de nuevo con una calma que hizo que me hirviera la sangre.
—Entonces, tienes permisos para tocarme, esclavo. —Dijo con voz profunda y mirada provocadora mientras se aferraba a mi cuello e invadía mi boca con exigencia—. Hazme tuya, te lo ordeno.
Obedecí. La atrapé entre mis brazos, la llevé al lecho, me acomodé sobre ella entre sus piernas mientras devoraba su cuello y cuando le estaba subiendo las faldas dispuesto a adentrarme en sus profundidades…
—Espera...
No pudo continuar hablando. Una exclamación salió de su garganta dando paso a placenteros jadeos acompasados al ritmo que yo marcaba, enloquecido, embrutecido por aquella mujer.
Escondió el rostro en mi hombro para ahogar su grito liberador al alcanzar el éxtasis . Yo la seguí con un gruñido y un último y profundo empellón con el que me dejé ir por completo.

—Ahora sí, esclavo. Puedes retirarte.

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