martes, 21 de marzo de 2017

Precuela de Sangre Vikinga - Jens, de Jarl a esclavo

Un terrible dolor de cabeza me despertó. No sabía dónde me hallaba ni por qué me desplazaba. Estaba tumbado de lado con las muñecas atadas a la espalda y los tobillos encadenados. No podía moverme y lo único que era capaz de ver era el surco que aquella traqueteante carrera dejaba en el camino de tierra.
Tenía la boca seca y llena de arena. Por el hambre que sentía calculé que había pasado más de un día inconsciente. Bajé la mirada para comprobar el estado de mi cuerpo cubierto de barro y sangre. Hice un rápido inventario de daños y sentí cierto alivio al comprobar que estaba entero y las heridas que creía tener no parecían graves. Lo peor fue darme cuenta de que me habían rapado la cabeza. Mi melena había desaparecido y podía notar la brisa del aire sobre la dolorida piel de mi cuero cabelludo. Eso sólo podía significar que me habían capturado y esclavizado. Preferiría estar muerto que vivir con la deshonra de ser esclavo.
Traté de hacer memoria. ¿Qué había ocurrido para que yo, el Jarl de Ranrike Jens Erikson, acabase maniatado en la parte de atrás de una carreta?
Recordé la visita de Jarl del Reino vecino de Vestfold para tratar el acuerdo matrimonial con su hija. Las negociaciones fueron interrumpidas por uno de mis hombres anunciado que el rey Harald I de Noruega, por fin, estaba atacando después de tantas amenazas. Sabía que el desplante que le hizo mi padre iba a traer consecuencias.
La carreta se detuvo. Dos pares de manos me sacaron y me pusieron de pie con cierta dificultad. Me dejaron allí mientras sacaban a otros. De pronto todo me daba vueltas. La luz del sol me cegaba y avivó mi ya intenso dolor de cabeza. Las náuseas subieron desde mi estómago tan rápido que apenas tuve tiempo de caer de rodillas para inclinarme y dejar salir lo poco que quedaba en mi interior. Unas manos volvieron a asirme para alzarme de nuevo. Aquella voz extraña dijo algo, sonaba enfadado pero el mareo que sentía en esos momentos me nublaba la vista y el oído. Todo parecía lejano salvo el suelo que extrañamente se había levantado para golpear mi rostro y todo mi costado. Oscuridad.
Me encontraba luchando contra los invasores de Harald I de Noruega que nos estaban atacado desde la costa.
Cuando mi padre me ofreció ser el Jarl de Ranrike, decidí reforzar la flota mercante e impulsar el comercio, ya que se trataba de un puerto estratégico con Dinamarca. De hecho, en sólo tres años se convirtió en el más importante. Parecía que la tregua entre los dos Reyes era un hecho. Se reunieron y pactaron pero, al parecer, en plena despedida, mi padre, sintiéndose traicionado, ofendió al Rey de Noruega y éste se vengó terminando de recuperar los fiordos de Viker, entre los que se encontraba el Reino de Ranrike.
Mientras alzaba mi gran hacha de mango doble y la bajaba con todas mis fuerzas partiendo adversarios por la mitad y amputando miembros, me maldecía a mí mismo por no haber hecho caso de los consejos de mi padre de reforzar la flota militar con más Drakkars. Podría haber evitado la masacre de aquel pueblo que había puesto su confianza en mí. Ciego de rabia me convertí en la bestia asesina que mi padre siempre quiso que fuera, para lo que fui entrenado durante tantos años y de lo que siempre traté de huir, hasta que en plena descarga alguien me golpeó en la cabeza. Creí oír el crujido de mi propio cráneo y caí inconsciente al suelo. Los gritos de mi gente me hicieron recobrar el sentido, lo justo para ver cómo prendían fuego a lo largo de toda la costa mientras a mí me llevaban maniatado y malherido en la cubierta de un Drakkar que se alejaba velozmente.
Desperté de golpe. Creí que en mi sueño me había alcanzado una ola pero, en realidad, alguien me había arrojado agua a la cara para espabilarme.
Me pareció que se había hecho de noche. Pero cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra comprobé que estaba en un calabozo de piedra al que apenas llegaba luz por la puerta abierta.
El dolor de cabeza seguía latente martilleando mis sienes y el lugar donde me habían golpeado. A pesar de ello, fui capaz de reconocer el idioma que hablaban aquellos hombres. Era el que Fray Fenton nos había enseñado a mis hermanos y a mí durante los años que vivió con nosotros. El fraile había venido conmigo a Ranrike. Sentí alivio al recordar que hacía unos meses que me había dejado para seguir llevando la palabra de su Dios a quien quisiera escucharla. Esperaba que se encontrara a salvo.
—¿Aún no se ha muerto? —dijo una voz grave, reverberante, que se acercaba a la puerta de la celda. El hombre que lo esperaba se hizo a un lado para dejarlo pasar.
—Si esa herida no lo ha matado ya, no creo que lo haga.
El de la voz grave se acercó a mí con una antorcha y mi iluminó el rostro. Después pasó aquella tenue luz por el resto de mi cuerpo.
—Prepáralo. Hay que venderlo cuanto antes. No quiero problemas —sentenció y salió de allí.
El otro hombre se acercó a mí y me ayudó a levantarme. Mis manos seguían atadas pero por delante de mi cuerpo. La cuerda que unía mis tobillos era tan corta que mis pasos eran la mitad de largos de lo habitual. Aunque apenas podía caminar. Tenía que apoyarme en aquel hombre que no olía mucho mejor que yo en aquel momento y al que le sacaba más de una cabeza de altura.
—Recuerda la primera norma de un esclavo —me susurró mirando al frente, como si me estuviera contando algo que no debiera—: no mires a los ojos de tus amos, sean quienes sean y digan lo que digan.
Lo miré sorprendido. En mi pueblo también había esclavos pero no existía ninguna norma parecida a esa. Se me antojó bastante absurda.
—Tú, el nuevo —dijo el hombre de voz grave cuando salimos a una especie de patio. Lo miré instintivamente y recibí un codazo de mi acompañante, que me soltó apremiándome a que me acercara a aquel que parecía mandar allí.  
—¿Dónde estoy? —dije con aplomo y seguridad en su lengua mientras me erguía y miraba al hombre directamente a los ojos. No iba a perder mi dignidad por mucho que me hubieran cortado el cabello.
—En el infierno —dijo haciendo restallar un látigo mientras me dedicaba una media sonrisa maliciosa.
De pronto, tres hombres, entre los que se encontraba el que me había sacado de la celda, se abalanzaron sobre mí. Pero, incluso maniatado como estaba, me deshice de ellos entre puñetazos y codazos sin demasiada dificultad. Si estaba en tierras extranjeras tenía una oportunidad de escapar. En mi tierra me habrían identificado por llevar la cabeza rapada, pero aquí no se realizaba esa práctica y nadie me reconocería como esclavo. Me negaba a admitir que lo fuera.
—¿Es dinero lo que quieres? ¿Riquezas? Mi familia puede pagar un buen rescate por mí. —Considerarme prisionero de guerra era mejor opción que esclavo.
—No acostumbro a dar explicaciones a los animales.
Hizo un gesto a sus compañeros que volvieron a cargar contra mí pero esta vez armados con palos, fustas y cuerdas. Traté de defenderme sin demasiado éxito. Las manos atadas y lo poco que podía separar mis pies jugaban en mi contra.
Me defendí como pude, forcejeé y di unos cuantos golpes pero, a pesar de mi resistencia, me arrastraron hasta un poste de piedra al que ataron mis manos. Por el camino me habían terminado de arrancar lo que quedaba de mi camisa y un escalofrío recorrió mi cuerpo al entender lo que se avecinaba.
—Hay un par de cosas que debes aprender, esclavo —dijo el hombre de voz grave a mi espalda—. La humildad y la obediencia. —Sentí el látigo morder mi carne con un dolor tan intenso que me quedé rígido y con la mandíbula apretada—. No mirarás a tus amos a la cara —otro latigazo—, y no hablaras sin permiso.
Había visto utilizar el látigo, yo mismo lo había usado como castigo alguna vez, pero jamás de aquella manera. Dejé de contar al llegar a 10. Perdí la noción del tiempo y del espacio. Sólo estábamos el látigo y yo. Sus ásperas caricias lamían mi espalda de lado a lado, de arriba hacia abajo, llevándose un poco de mí mismo, arrancando piel, abriendo riachuelos de sangre que se cruzaban creando un complejo entramado. El dolor era absoluto, tanto que me arrastró a una dulce oscuridad a la que no me resistí.

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