Me desperté sobresaltado y sudoroso.
Los mismos recuerdos transformados en pesadillas me atormentaban una y otra vez
desde hacía ya un año, cuando arrasaron Ranrike. Miré a mi alrededor y traté de
tranquilizarme escuchando los ronquidos y las pesadas respiraciones de mis
compañeros de celda.
Cuando me atraparon me opuse.
Prefería estar muerto que aceptar mi esclavitud. Tras varias semanas de
latigazos me dejé morir. No comía, no me movía, no hablaba, no me resistía.
Hasta que encontraron cómo hacerme reaccionar. No me importaba lo que me
pudieran hacer. Incluso soporté el dolor de varias torturas sin inmutarme, pero
no podía permitir que por mi culpa agredieran a otros, en especial a la pobre
esclava que se dedicaba a cuidar de nosotros. Ella no se dio por vencida
conmigo. Cada vez que volvía de un fustigamiento ella me lavaba y me hablaba.
Nunca obtuvo respuesta por mi parte pero no cejaba en su empeño.
El día que todo cambió me sacaron al
patio pero no fue a mí a quien ataron a la pilona, si no a ella. Rasgaron sus
ropas dejando al descubierto su blanca espalda cruzada por marcas de latigazos
ya cicatrizados.
—¿Sabes qué es esto? —dijo Egbert,
látigo en mano, acercándose a la muchacha. Se había tomado muy en serio hacer
de mí un esclavo ejemplar. Lo miré directamente a los ojos, despertando de mi
letargo, sin comprender. Entonces le atizó un latigazo a la pobre Agneta que
gritó y rompió a llorar—. ¿Cómo tengo que decirte que no mires a tus amos a la
cara?
Bajé la mirada de inmediato. Me
fallaron las fuerzas después de varios días sin probar bocado y caí de rodillas
en respuesta a su grito. Entonces comprendí que si los dioses no me habían
reclamado todavía era porque esperaban algo de mí. En aquel momento era salvar
a aquella pobre esclava. Tal vez, si aceptaba mi nueva condición, podría salir
de allí y, quizá, sólo quizá, escapar, volver a casa y pedirle explicaciones a
mi padre por su traición y abandono a su propio hijo. Pero para averiguarlo,
tenía que convertirme en un buen esclavo sin perderme a mí mismo. Tenía un
plan. Tendría que aceptar mi situación sin desviarme de mi objetivo. Lo había
perdido todo, pero mientras estuviera vivo tendría alguna posibilidad de
recuperarlo.
Tras aquel día mi actitud cambió. Me
llevó por las ferias de varios pueblos y aldeas. Me exhibía como a un animal en
peleas. Pero Egbert no encontraba comprador que se atreviera a adquirir un
vikingo. Los germanos me temían, por muy esclavo que fuera. Según avanzábamos
hacia el Sur, el temor se tornaba curiosidad. Los míos habían atacado varios de
los pueblos cercanos a la costa o con ríos que permitieran el paso de los
Drakkars. Pero al Centro y Sur de Germania sólo llegaban historias, leyendas
sobre nosotros y nuestros ataques. Creían saber quiénes éramos, pero en
realidad su visión era parcial.
Al llegar a Mainz, tras ganar una
pelea para Egbert, un anciano llamado Meyer vino a nuestra tienda.
—Una espalda fuerte la de tu
muchacho —dijo el anciano.
—No es para menos, es un auténtico
hombre del norte —respondió Egbert casi con orgullo.
—¿Tienes más como éste?
—Éste vale por tres. No son fáciles
de conseguir —disimuladamente observé a aquel hombre entrado en años pero con
una presencia que denotaba cierto estatus. El duelo de miradas entre ellos
parecía que no iba a terminar nunca.
Tras una ardua negociación, en la
que además de mí se trataron otros objetos de compra-venta, acabé en manos de
aquel anciano.
La casa de Meyer resultó ser un
caserío con escudo de armas sobre el portón y grandes extensiones de tierra
cultivada.
—Mira, Jens, este es mi hogar y
ahora también será el tuyo. —Alcé la vista desde la parte de atrás de la
carreta, en la que me encontraba atado, y durante un instante mis ojos
coincidieron con los suyos. Azules, cansados y empequeñecidos por las arrugas.
Antes de que pudiera darme cuenta había recibido un codazo de mi nuevo amo en
el pómulo—. Ya me dijo Egbert que tendría que reforzar tu humildad, pero no
esperaba que fuera lo primero que haría a tu llegada, muchacho.
Y así fue. Tras descargar con mis
nuevos compañeros las recientes adquisiciones me azotó delante de todos.
Por suerte, sólo fue una advertencia
y con diez latigazos se dio por satisfecho. Me puse la camisa yo mismo y
continué con mis nuevas tareas de labranza.
Comenzaba una nueva etapa para mí.
Evalué mis posibilidades de escapar de allí y todas pasaban por ganarme la
confianza de mi nuevo amo para obtener algo más de libertad de movimientos.